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Terremoto

Estaba despejado el cielo. Acaso un poco gris debido al smog. Como sea, brillaba el sol. Respetuoso de los horarios, salía de bañarme en punto de las 7:19 de la mañana dispuesto a un día más de escuela. Patinaron mis pies sobre la losa húmeda. Apenas conseguí asirme del toallero cuando los rezos a grito pelado de mi hermana me alertaron de algo inusual. En la sala, mi madre luchaba por mantener vertical el librero. De lado a lado, en violento balanceo, el candil del comedor pegaba contra el techo. Por la ventana alcancé a ver la torre de Mexicana doblarse como ramita de bambú. Era el 19 de septiembre de 1985.

Hace 30 años la ciudad de México resintió el más devastador de los terremotos del último medio siglo. Desde aquella histórica vez que el Ángel de la Independencia se desprendió de su pedestal, allá por 1957, los capitalinos habían olvidado la capacidad destructora de esos fenómenos. Nadie, a decir verdad, se encontraba preparado para un sismo de tal magnitud: 8.1 grados en la escala de Richter, el equivalente a detonar simultáneamente 16 millones 460 mil cargas de TNT.

terremSolícita y puntual, obsesiva con el cumplimiento de las normas, mi madre nos envió a clases. Además de mi hermana y yo, estábamos en el salón una decena de personas, incluyendo a la directora y unas cuantas maestras, ignorantes de la devastación ocurrida. Poco a poco los reportes de Jacobo Zabludovsky se extendieron por el mundo entero hasta llegar a nuestro microcosmos. A eso de las 11 de la mañana, quienes todavía teníamos hogar fuimos repatriados a sus muros. Empezaba el caos su gobierno.

En la calle de Anaxágoras casi esquina con Luz Saviñón, colonia Narvarte, un condominio recién construido se alzaba imponente con sus 12 pisos. Ahí vivía mi tío Julio, hombre de dos metros de estatura y sonrisa franca, que en desesperado intento por salvar su patrimonio ingreso el inmueble y con la misma fue expulsado a través de un ventanal a causa de una explosión en los ductos de gas. Voló hasta la acera de enfrente. Para su fortuna, sólo tuvo pequeñas cortadas de vidrio en la espalada. Ahí fue cuando comprendí el horror.

Las autoridades quedaron pasmadas, inoperantes. Eso ya se sabe. Fue la voluntad colectiva, el espíritu de sabernos un gran pueblo, lo que hizo que la ciudadanía se organizara en brigadas. A mis escasos 12 años escapé de la supervisión parental para irme a ver los escombros del Centro Médico Nacional y a los hombres y mujeres que se fletaban en el rescate. Y así, por la noche del 20 de septiembre luego de la réplica, pude acompañar a mi padre en su periplo como médico que atendía las crisis nerviosas entre los vecinos. Por una vez, los mexicanos tomamos el control de nuestro destino. Ante la catástrofe nos crecimos.

Por Alejandro Pulido Cayón

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