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Política y poesía: La increíble y triste historia de los cándidos buenos ciudadanos y los políticos desalmados

Por Carlos M. Hornelas Pineda.
Hasta donde sé los periodistas y los poetas hacen del lenguaje un instrumento preciado de sus afanes. Las palabras son, para unos y otros nada más que la esencia de su quehacer cotidiano, por ello cuanta más cautela se tenga al seleccionarlas, más se entrega uno como vehículo de ideas, valores y sentimientos que juzga dignos de ser compartidos.
Si bien los científicos, acostumbrados al lenguaje claro, llano y concreto le reprochan a la poesía su ambigüedad, su polisemia y sus insondables simas subjetivas, el lenguaje en la poesía, indiferente a esta condición, siempre gana en la belleza de la forma, en la prestancia y delicadeza. Por ello resulta vago, difuso o impreciso decir que la sede del Congreso sea la “casa del pueblo” porque allí trabajan los representantes populares, mas no la habita ni el pueblo ni sus funcionarios.

Así el chantaje del poeta, que alecciona al personal de seguridad diciendo que busca ingresar a la “Casa del Pueblo” resulta una mueca política en la cual trata de lerdos y palurdos al personal de seguridad que “debiera estar a la altura de los caprichos de las formas y del lenguaje excelso del poeta”. Seguramente el poeta esperaba que le cedieran el franco paso por efecto hipnótico de sus palabras. Si como algunos comunicadores han repetido hasta el cansancio, Sicilia había anunciado que se presentaría en las instalaciones del Congreso, lo cual pareciera ser condición suficiente para que hubiera una comisión de congresistas en la puerta esperando recibirle, olvidan, como tal vez también lo ignore Sicilia, que el trabajo parlamentario, como la poesía, es el más protocolario y disciplinado método para la consecución del diálogo y la comunicación concitada con arreglo a tiempos, formas y condiciones, lo cual ofrece ventajas a quienes se someten a estas reglas pues aseguran su registro, calendarizan los compromisos y disponen las condiciones para el intercambio de ideas, como el esfuerzo civilizatorio que representa haber evolucionado políticamente desde la plaza pública en la polis hasta el parlamento en una democracia liberal con representantes cuyo asiento les es concedido merced al voto del ciudadano.

Es paradójico que Sicilia, siendo poeta llegue a tratar a los diputados como si fuera su único empleador, al personal de seguridad como estorbos a la entrada y que una persona que se supone tendría una cierta sensibilidad a causa de su profesión, no presente una diferencia de comportamiento con quienes en otras ocasiones han irrumpido sin mayores trámites de cita, como los miembros del movimiento del Barzón, o los de los quinientos pueblos, entre otros. No se diga mezquinamente que nos burlamos de las causas o del dolor de cada uno de estos movimientos. Ni se menosprecia cada causa ni se soslaya la urgencia de cada petición. Lo que se critica en ambos es la coincidencia de “las formas” de unos y otros, así como la idea de que su causa requiere una atención inmediata por encima de las agendas de la discusión política nacional o cualquier otro orden establecido para su atención. Finalmente ¿no todos tenemos derecho a que nos reciban como a Sicilia?, ¿no todos tenemos reclamos y razones auténticas y legítimas para hacernos escuchar?, ¿no deberíamos hacernos presentes así de vez en cuando para sorprender a nuestros empleados y ponerlos a trabajar?

Es totalmente incongruente que el poeta Sicilia pida crear una serie de comisiones para la reparación del daño a las víctimas, sistemas de atención, comisiones de la verdad en la cual dialoguen los afectados con las autoridades e instituciones del Estado. En primer lugar porque los ciudadanos así organizados en un “Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad” que encabeza él mismo han denunciado la incapacidad e incompetencia de aquéllas. En un caso extremo el poeta ha exigido al calor de la oratoria y la empatía del respetable, la cabeza de Genaro García Luna. En segundo lugar resulta otra vez ambiguo o incongruente una impostura en la cual se exige a las instituciones en las cuales no se cree, que “hagan algo” y además se les ponga una comisión para que ahora sí “hagan lo que tengan que hacer”, ya que ahora son vigilados por ciudadanos como un supra-estado. Lo cual nos lleva a una nueva dicotomía en el imaginario social: existen instituciones buenas y probas versus malas e ineficientes.

Los buenos ciudadanos y los malos políticos

Pero, ¿son las instituciones ciudadanas mejores que las establecidas?, ¿Tienen mejores resultados?, ¿A quién representan y quienes les han dado la confianza de servir de sus representantes?, ¿Cómo se financian y qué tan transparentes son para mostrar de dónde obtienen recursos?, ¿Qué, acaso por ser ciudadanas nacen sin el pecado original de los políticos?

Lo único que evidencian las preguntas anteriores es la dicotomía sobre la cual Sicilia, así como una serie de movimientos más, construyen sus discursos y plataformas: la ciudadanía está harta de la ineficacia de los políticos en general. Luego entonces hay que derribar todos los modelos de trabajo y operación política y hacer las cosas de otro modo: del que sea, pero que sea “ciudadano” y “participativo”. Por lo tanto sólo hay ciudadanos buenos preocupados por el bien de los demás y los políticos mezquinos sólo ocupados en joder a los primeros. Me pregunto cuántos movimientos “ciudadanos” no son financiados por partidos políticos para servir de acicate al poder en turno.

Lo que se soslaya es que los políticos son ante todo ciudadanos, emanados del cuerpo social y elegidos por éstos como sus representantes. Y los “movimientos ciudadanos” no son otra cosa que la manifestación de ideas y necesidades sociales presentadas en un crisol como efecto de una organización que, se quiera o no, resulta política. En otras palabras, no existen políticos que no sean ciudadanos ni movimientos ciudadanos que no sean políticos, en el sentido de la búsqueda del bien común.

En todo caso los ciudadanos nos hemos alejado de la política por considerarla distante o perversa. Como ciudadanos hemos dejado que el papel protagónico de la democracia lo tengan los partidos y hemos reducido sus dimensiones al ejercicio del sufragio. En esa pérdida del espacio ciudadano en la democracia, nos hemos dejado convencer por muchos grupos “ciudadanos” que lo único que hace falta para resolver los problemas nacionales es voluntad política y celeridad en la toma de decisiones de pocas personas a cargo.

En otros lugares he discutido lo que llamo la eficacia política, aquí sólo cabe mencionar que su principal estímulo consiste en dejar de lado las “pérdidas de tiempo” para tomar decisiones e implementar acciones inmediatas en la consecución de objetivos. En ese modelo de “participación ciudadana” en el cual dejamos de lado las tareas y responsabilidad de nuestro Congreso y los ciudadanos a través de “movimientos ciudadanos” expresamos nuestra urgencia y necesidad, eliminamos los tiempos de acuerdo y consenso. En lugar de fomentar el diálogo y la escucha de diversas posiciones ¬-como se espera en una sociedad multicultural y civilizada como la nuestra-, se impone el autoritarismo basado en la eficiencia, sin disenso posible. Son mal vistas las posiciones distintas, se denigra la oposición, se desconfía de la reticencia y se inculpa a quienes muestran reservas, sospechas o disienten de dichas “verdades absolutas”. Y sobre todo, se crean culpables: los malvados políticos y los ciudadanos cándidos.

Si todavía es posible, aunque no cuente con el preclaro lenguaje de la poesía, permítanme proponer como derecho fundamental la capacidad de disentir y expresar el desacuerdo por la eficacia como condición democrática. Después de todo, el aforismo es rotundo “lo urgente siempre deja de lado lo importante”.

·         Fotografía Cortesía de Luis Inguanzo Gallegos

 

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