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Un relato bañado de sol

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Un relato bañado de sol

Por Eduardo Cámara Meléndez

Al acercarse las fechas de vacaciones, llámese Semana Santa o verano, veías el calendario con cada vez más ansias; esperabas impacientemente el día en el que cierres el cuaderno y cambiaras de mochila, por una de viaje. Días antes, ya tus padres habían acordado rentar una casa o, si tenías aún más suerte, ellos tenían un conocido que les prestara la suya porque no la iba a ocupar durante esos días, ¡padrísimo! Ahora sólo era cuestión de elegir entre Chelem y Chuburná.

Veías el calendario y hacías planes: despertar, ir al mar, volver a desayunar, reposar la comida porque tu mamá así te lo decía; luego en la tarde volver a la arena, para que al caer la noche te alistaras para ir a la feria con sus futbolitos, juegos mecánicos y “maquinitas”. Todo encajaba a la perfección y pensabas seguirlo al pie de la letra.

Tu mochila de Mickey, Seiya, Sailor Moon, los Looney Tunes o Los Simpson se convertía en una maleta traída de las importaciones de Chetumal, que se llenaba con lo meramente esencial: playeras viejitas, ropa para bañarse en el mar y toallas. Las chanclas se volvían opcionales, quizá sólo para caminar en las pocas calles petrolizadas de Chuburná o Chelem en aquel entonces, cuando aún conservaban esa esencia de pueblito pesquero.

Mamá, por su lado, iba antes al súper por “mercancía para llevar” y así evitar un gasto mayor comprando pescado todos los días, ya que ese estaba reservado sólo para el domingo… ¿mandar a “los chiquitos” al Oxxo?, ¿qué es eso de Oxxo?, ¿existe? No, ella iba por latas de verdura, algunas frutas, pan “Trevi”, jamón y queso Daysi, atún, mayonesa, galletas, algún litro de leche, refrescos y especias, sin olvidar un kilo de frijoles, que sabías bien que no servirían para comer, sino para “apuntar en las cartillas” de la lotería.

Llegaba el día y papá disponía de su pickup o la combi para pasar por todos en aquella Mérida chiquita donde llegabas en 15 minutos a todas partes. Al fin, ya estábamos a bordo, sentados y contentos ya que por unos días olvidaríamos la escuela, las tareas y proyectos, para suplirlos por nuevos recuerdos con sol y arena. Ni siquiera sentías el calor inclemente, aunque fueras asoleándote en la cama de la camioneta, ¡qué importa eso estando a sólo unos minutos de la playa! Aunque, en la niñez, el tiempo es relativo y esa media hora se sentía como todo un día, pero sabías que “el sacrificio” valía la pena.

¡Llegamos! ¡Qué felicidad! Ahora, ayudábamos a mamá a bajar sus bolsas y veíamos cómo papá se despedía porque regresaba a Mérida para atender su negocio, pero prometía regresar el viernes para quedarse todo el fin de semana contigo. No tenías celular para hablarle y la llamada de larga distancia en las pocas casetas del pueblo era carísima, pero confiabas en que todo iba a estar bien y así era, cuando lo veías volver en la tarde del sábado a disfrutar de su canastilla de “chevas” bien frías con algún tío, el papá de la otra familia invitada o su compadre, el dueño de la casa.

Hablaban de cosas de grandes que no entendías: la crisis, el candidato, el partido, los empresarios, “ahí viene el Mundial”, “a mí no me gusta el futbol”, “qué bien está bateando Pacho esta temporada”. Veías cómo la cara de preocupación, al final se volvía una risa ruidosa, los veías cambiar de semblante mientras miraban al horizonte y sabías que, a pesar de esos problemas, eran felices y tú también.

Caía la noche, ibas un rato a la feria, gastabas algunas monedas en los juegos y regresabas a casa con una garra de Leon-O y una Espada del Augurio con sendas rebabas de plástico, pero no te importaba, te sentías un Thundercat y estabas dispuesto a pelear contra Mum-Ra aunque sea en la ciénega.

Llegaba la hora de la cena y después de disfrutar de unos sandwichitos de mortadela y Daysi, Cheez-Whiz o paté, cada quien tomaba su cartilla y su lugar en el piso para una noche de lotería en donde no importaba el pozo que alguien ganara, el dinero siempre servía para todos al día siguiente, para comprar refrescos o golosinas, o para volver a jugar en la feria. El gallo, la botella, la calavera, las jaras, la dama, la sirena, ¡aquí! El grito y las risas se juntaban, no entendías nada, pero lo sabías todo, “eeeh chafa, barajéalas bien”, había sospechas de trampa pero jamás se comprobaban, ¿importaba acaso? Para nada.

Te olvidabas de las sábanas ya que el calor obligaba a dormir en una cómoda hamaca que te hacía olvidarte por unos días de tu camita, junto a tus primos, amigos, familia, todos en el mismo cuarto o en la sala. Los grandes preferían dormir con las hamacas fuera de la casa, arrullándose con el sonido de las olas. Las espirales colocadas sobre cartones y en botellas de vidrio se consumían lentamente y evitaban el embate de los mosquitos.

La noche pasaba y daba lugar a un día nuevo, otro sol, ya teníamos que regresar a Mérida, ibas a la playa o la alberca por un chapuzón final antes de volver a la realidad, a ordenar de nuevo los útiles, a escribir otra vez con tu lápiz del No. 2, regresaba la mochila con el personaje de moda y el uniforme.

“¡Ay, ya se nos hizo tarde y tomé un par de “super”! Mejor preparamos todo, descansamos y nos vamos mañana en la madrugada, ahorita la carretera va a estar terrible”, escuchabas a papá decir con cierto pesar y también con picardía. Tenías unas horas más para jugar en la arena a hacer un castillo que parecía más un cerro, una última vuelta en la feria, una última puesta de sol.

Y así, pasaron los atardeceres y los años. Añoras esos momentos, los ves con nostalgia, pero también disfrutas del presente y sabes que volverás a vivir días así, con las diferencias actuales. Hay más comodidad, tecnología, facilidades para ir y venir, hoy ya no eres el niño en la playa, quizá eres el papá que cuida que “su cachorro” no se aleje de la orilla, pero siempre tendrás en la memoria esos días en los que tu única preocupación era ganarte esa garra de plástico o los luchadores en la feria.

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