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Fast Car

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Por Alejandro Pulido Cayón

Mérida, Yucatán, a 13 de octubre de 2010.- Serio. Hay una edad para ser perfectos imbéciles, y es lícito hasta grados encomiables. Así éramos en los tardíos 80, cuando una gringa tuvo el acierto de meterle a la canción de protesta. Tracy Chapman y su Fast Car fueron aire fresco. Lo malo es que, en calidad de púberes imberbes y chamacas Flans, nuca comprendimos que esa muerte del sueño americano presente en la canción, era el anuncio de la mediocridad en la que entrábamos los vecinos de acá, más debajo en la América.

Hoy el daño es irreversible. Las ideologías están en terapia intensiva, se pronostica su muerte. Pero en aquél verano de 1988, Fast Car contrastaba en el mercado musical. La historia de la hija de un alcohólico que termina entrampada en el mismo ciclo del que huía, caló en algunos. Era un éxito, eso que ni que. México hervía con sus elecciones. Empezaba a cuajar la conciencia social levantada desde el sismo. Con un incipiente rock nacional en ascenso, el género sólo era respetado si venía del gabacho. Perestroika era una línea de zapatos Canadá. Reptaba sigilosa la globalización. Y ese veloz auto de la Chapman muchas veces era pretexto para el fajecito, pocas para la reflexión. Estados Unidos preparaba feroz arremetida cultural. Ahí estaba esa mujer diciéndonos que el sueño americano era vil mentira. Nadie quería entenderlo. Quizá nadie lo entendió.

Ocurría lo mismo con la mítica Hotel California, que era pretexto para el arrimón, aunque describe un violento asesinato. Fast Car era una advertencia, un frénale para ver el paisaje, porque la velocidad embriaga, y preferíamos bailarla suavecito con luces soft tone. El Distrito Federal estrenaba sus dos primeros McDonalds. Vivir en provincia era perderse el mundo. 1988 auguraba el derrumbe del Muro de Berlín, levantaban la cortina de hierro con la Glasnot. Los tecnócratas eran ley. Esos Harvard Boys educados por Friedman dirigían conciencias, las moldeaban, lustraban la gris tesitura del mexicano. Tracy atinaba a decir que el trabajo dignifica, que se debe tomar una decisión o vivir y morir en la miseria moral. Linda tonadita.

Ya en 1913 el presidente Wilson advirtió que a México sólo podían conquistarlo a través de la cultura. Mediante la imposición del modelo de vida de gringolandia. Exportemos el sueño americano, era la consigna. 75 años después, una afroamericana (para ser políticamente correctos) decía que ese sueño era patético. Lo contaba con una ternura digna de Remi. Los chavales y las chicas de esa época ya estaban bien despolitizados. En sus adentros, aspiraban a ser las Candy Candy y los Thundercats. Es de todos sabido: se cayó el sistema y Cuauhtémoc claudicó. Callaron las protestas. Nomás que no había sueño mexicano. Geroge Bush ya transaba con Bin Laden, asegún dicen las malas lenguas. La izquierda derrotada. Quien rechaza asumir una posición ante el mundo, niega su humanidad. Una pléyade adolescente negó su oportunidad de cimentarse el futuro. Atolondrados, conquistados. Pero ahí estaba Fast Car y su historia: estamos condenados a ser lo que han hecho de nosotros. ¿Por qué dejamos de escuchar?

Reza el axioma del conformismo: Quien no es comunista a los 18, no es normal; pero quien los sigue siendo a los 40 es un idiota. Y así llevaron a una generación a bajar la cabeza, cerrar la boca y ponerse a buscar un pequeño trabajo en la tienda de conveniencia más cercana, ejerciendo su derecho a ser los perfectos de por vida. Lo dice Fast Car: ironía pura, ¿verdad?

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