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Los ojos abiertos de ella

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Los ojos abiertos de ella

Opinión
Los ojos abiertos de ella
Ricardo E. Tatto
Muerte y vida, dicotomía inseparable en la obra de Raquel Diana
Las luces se apagan. Un haz de luz atraviesa la sala repleta de gente. Cuando desemboca en su objetivo, la vemos a Ella sentada y tamizada por texturas e imágenes orgánicas en blanco y negro. Ella tiene abiertos los ojos. Los ojos abiertos de ella, ha comenzado…cartel
Así inicia la puesta en escena dirigida por el uruguayo Nelson Cepeda Borba, avecindado en Mérida, que en esta ocasión nos trae una obra original de Raquel Diana, compatriota y colega suya, para el disfrute de todos los yucatecos que pudimos ver su estreno en enero, durante el Festival de la Ciudad. Ahora, para los que se la perdieron aquella vez, sus reposiciones en el Olimpo iniciaron el primer sábado de marzo, en el marco de la celebración del Día Internacional de la Mujer, por lo que todas las damas entraron gratis a la función.
En Los ojos abiertos de ella, sólo hay dos personajes: Él (Alejandro Subirats) y Ella (Elena Larrea). La escena nos remite a un ambiente surrealista, ya que una vez finalizada la proyección de fotografías de Patricia Martín Briceño, nos quedamos ante un escenario minimalista, que connota la pulcritud, asepsia y limpidez, de un lugar que no está aquí ni allá, sino en el camino. El limbo como hecho escénico.
Es ahí en esa realidad alternativa y monocromática, donde las acciones se suceden y los diálogos se entrelazan de una manera plenamente lírica y en cuya fluidez poética se abordan temas tan esenciales e intrínsecos para el ser humano, como lo son el amor, la vida, la muerte, los sueños.
Con música de fondo de Yan Tiersen (que podemos escuchar como parte de la banda sonora de Amelie, dirigida por Jean Pierre Jeunet), Él, que no es otro que la misma muerte –lo cual es representado simbólicamente por sus zapatos rojos que contrastan con el prístino entorno- dialoga con Ella, que es la que pende de un hilo ante la eterna dicotomía entre vivir y morir.
La belleza, como estado de ánimo y sensación estética, media entre ellos y el espectador, como el escenario donde se desarrolla tan vital y mortífero dilema. “Baile conmigo”, le dice Él a Ella. Accede y de la mano la introduce a través de lo que es una perfecta fantasía romántica que sólo puede darse en los linderos donde habita el subconsciente e inconsciente humano, en el plano onírico donde todo puede ser y nada lo es.
La danza surrealista propicia el desplazamiento escénico de los actores, quienes a través de la biomecánica de movimiento (a cargo de Tatiana Zugazagoitia a quien pudimos ver en La mirada de Ulises), dan rienda suelta a sus escarceos amorosos, donde las palabras acarician la sensibilidad vulnerable de ella, que no sabe hacia dónde dirigirse y por eso Él pretende guiarla.
Sin embargo, eventualmente Ella es la que tendrá que decidir su propio destino, al eludir las muertes cotidianas que nos suceden a los seres humanos a diario, cuando la inseguridad, la cobardía y las dudas, nos impiden vivir a cabalidad, sin entregarnos plenamente a la experiencia vivencial que no es otra sino nuestra propia existencia, llena de matices, grises y claroscuros, que de ninguna manera son monocromáticos como a veces nos empeñamos en percibir nuestra propia vida.
Obra profundamente filosófica y reflexiva, llena de metáforas del lenguaje y una riqueza de imágenes poéticas, propicia la contemplación interna hacia nosotros mismos, donde si nos atrevemos a ver de frente el destino ineludible de todos los seres, podremos abrir los ojos y reconocer el milagro de estar vivos, la maravilla de la existencia, el regocijo del mero hecho de respirar profundamente, del privilegio de sentir y experimentar toda la amplia gama se sensaciones, emociones, sentimientos y experiencias que el mundo de los vivos tiene que ofrecernos, antes de la inexorable diáspora que paulatinamente todos emprenderemos hacia el sitio nebuloso, pleno de misterio e inexpugnable que es el abismo, el otro lado, la nada, que no es otra cosa sino la misma muerte.
Ella abre los ojos, pero el telón se cierra. Las luces se encienden y, todavía en pleno estado introspectivo, el espectador se dirige a la salida aún envuelto en un aura de ensueño, donde con suerte alcanzamos a atisbar que la antítesis de la vida no es la muerte, ya que morir es lo contrario a nacer. Entonces, vivir es sólo eso, el breve ínterin que no tiene parangón alguno ni antónimo, porque la vida no es ninguna otra sino Ella misma.
Las actuaciones fueron satisfactorias, si bien la obra está construida para un mayor lucimiento del papel femenino, que efectivamente fue representado a cabalidad por Elena Larrea. Por otro lado, Alejandro Subirats se asumió como su contraparte a la perfección, regalándonos a una muerte elegantemente ataviada, encantadora y seductora, de esas que te invitan a irte bailando hacia el más allá.

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