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Con sabor a marimba. Turismo gastronómico en el Puerto de Veracruz

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Con sabor a marimba. Turismo gastronómico en el Puerto de Veracruz

Por Guadalupe Meza 

La nueva normalidad ha condicionado nuestros viajes, que apenas desde hace un par de meses comienzan a permitirse y a ser cada día más frecuentes. Si bien sigue sin ser recomendable realizar muchas salidas y estar en espacios cerrados con desconocidos, la vida continua y el turismo también necesita seguir en pie. Además, son destacables los esfuerzos que realizan las aerolíneas nacionales como Viva Aerobús y Volaris para garantizar la salud y seguridad de sus pasajeros; ambas cuentan con filtros que limpian el aire de tal suerte que no respiramos lo mismo por más de tres minutos, los aviones se desinfectan e incluso permanecen en el lugar de destino más tiempo para este proceso.  

Sin embargo, algunas playas, reservas naturales, muchos sitios históricos, templos y museos permanecen cerrados, por lo que al llegar al destino uno se encuentra con que lo único que queda por hacer es descansar o disfrutar del hospedaje. En estos casos el turismo gastronómico se presenta como una de las opciones para viajar en esta nueva normalidad. Nuestro país cuenta con una rica tradición culinaria que ha sido reconocida internacionalmente como Patrimonio Cultural de la Humanidad, y a pesar de que la migración y el constante intercambio entre los estados permite acceder a todo tipo de comida desde casa, no se compara con descubrir las delicias que se encuentran en un carrito de esquites o el pan que solo se consigue en la tienda de la esquina.  

Recientemente tuve la oportunidad de viajar a un solitario Veracruz, y aún no sé cómo describir la sensación de ver su Zócalo vacío en un domingo. La música de marimba era demasiado clara, extrañaba las voces de las que años atrás llegué a quejarme por ser muchas en tan limitado espacio; tampoco había parejas bailando danzón, a ratos veíamos un par de jarochos que intermitentes se asomaban con cubrebocas a bailar la bamba y el malecón parecía pequeñito por la facilidad de caminar rápido y sin gente. Pero algo había que hacer, si ya había atravesado el país del Pacífico al Golfo de México, no pensaba quedarme mirando el Fuerte de San de Ulúa desde la otra punta y lamentando que el acuario estuviera cerrado.   

Entonces conocer más sobre la gastronomía veracruzana se presentó como excelente opción. Además del cuidado destacable que tienen para guardar las medidas de higiene y sana distancia, casi todos los restaurantes del Puerto y Boca del Río ofrecen una oferta variada, única y deliciosa que viene acompañada de un plus cultural. El primer día me decidí por un desayuno clásico en los Antojitos de Anita en Boca del Río: unas ricas picadas de frijol negro, pollo, champiñones y queso, las famosas empanadas de queso y de postre, un par de gordas dulce con sabor a anís.  

La vida se antojaba de lo más pacífica desde mi Airbnb con vistas a Playa Los Arcos en Boca del Río, pero al acercarme a la zona de restaurantes en Mocambo, se veían casi multitudes bañándose en la playa, pues en Veracruz ya están abiertas al público. Desde Mocambo es posible tomar tours para visitar la Isla de los Sacrificios; de hecho, los camiones turísticos para recorrer las principales atracciones del Puerto también están disponibles, el tema solo se complica con los museos.  

Como a mí lo que me apasiona es la historia, me fui a comer a la Villa Rica con la vista de una plaza principal vacía y una marimba que tocaba una y otra vez La Llorona. La Villa Rica es el restaurante del Gran Hotel Diligencias con más de 200 años de historia, prepara un arroz a la tumbada, imperdible. Tampoco dejen de probar las combinaciones de mariscos con acuyo (u Hoja Santa), tan típica de la comida veracruzana.   

Aprovechando la tranquilidad, me pasé al Gran Café de la Parroquia por un lechero y unos plátanos. Desde la frescura del aire acondicionado en el salón vacío, escuché que el reloj municipal marcaba otra hora con el sonido de La Bamba y decidí salir, porque Veracruz siempre da una paz tremenda pero también unas ganas locas de vivir. La humedad caliente me regresó a la realidad del clima y me arrepentí poquito, pero luego vi a unos jarochos bailar un par de sones y me sentí recompensada. Apenas acabó el espectáculo, corrí por unas nieves del “Güero, güera” y saboreé de nuevo la vainilla de verdad y el mango manila. Los ingredientes de Veracruz son un tesoro nacional.    

De regreso en Boca del Río me senté en la playa a contemplar los buques a lo lejos y aproveché que pasaba uno de los famosos carritos de esquites para probarlos… aunque sin afán de causar polémica, recomiendo más los esquites de Xalapa. 

Decidida a explorar gastronómicamente la zona del puerto, al día siguiente me desperté temprano para de nuevo desayunar picadas (y plátanos, porque son mi postre favorito), pero ahora fuera del Airbnb, por lo que caminé largo rato hasta encontrar una fonda típica. Para comer, me decidí por un tour a Mandinga, donde probé la jaiba más deliciosa y disfruté del ambiente pacífico de la laguna que se encuentra con el mar. En esta visita no me fue posible, pero me comentaron que también se puede visitar La Antigua, pues es un espacio abierto.  

En mi último día comí un delicioso plátano relleno de mariscos en el Tilingo Lingo, obviamente con sones jarochos de fondo y la brisa del mar; desde su terraza es posible bajar a la playa y disfrutar de la arena y las olas un rato mientras llega la comida o después de comer, para esperar el postre. Ni el tiempo, ni la panza me dio para probar más, pero quedé encantada con la posibilidad de dedicar un viaje exclusivamente a comer y descansar, así que para el camino me traje un tamal de picadillo en hoja de plátano y me quedé añorando el licor de zarzamora de Xico, los bombones de Xalapa y el mercado de Tlacotalpan que ya me esperarán en otra vuelta. 

(*) Escritora, viajera y editora de tiempo y medio. 

Twitter: @Lupita_Meza_  |  Instagram: lupi.mesz  

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