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Confundimos el espejismo con el reflejo: identidad arrasada

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Confundimos el espejismo con el reflejo: identidad arrasada

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Por Alejandro Pulido Cayón.  

Repasar a escritores como Ermilo Abreu Gómez deja una sensación de que se ha perdido algo en el tiempo; lejos queda la imagen de un Yucatán mecido entre lo bucólico, la tradición y las transformaciones de medio siglo atrás. Lo que definía a esta tierra, se diluye en estampas de orillas desgastadas, sepias, cuyos pigmentos apenas logran sostenerse en virtud de un folclorismo acomodaticio, hecho a la medida de la globalización; para que apenas y respire eso que llamamos lo yucateco.

Lo yucateco, compuesto en gran parte de un vocabulario único, formado de arcaísmos y términos mayas, sobrevive en un discurso cada vez más difuso sobre la identidad, que termina por convertirse en gastronomía que trasciende fronteras. Habla y comida son elementos que subsisten en el tiempo, aunque también han resentido los embates de un siglo XXI que pugna por erigirse paradoja con la estandarización de la diferencia y el consumo masivo.

En “Cosas de mi tierra”, Abreu Gómez recuenta, recopila y explica eso que daba a los yucatecos sus mayores peculiaridades. Desde costumbres y personajes, trastos y platillos, hasta rondas y juegos infantiles, el autor de Canek invoca un pasado que le fue presente y ahora sólo queda el pulcro recuerdo en los ancianos. Antaño quedó la costumbre de salir a tomar el fresco, las peñas  en droguerías donde se bebía horchata, y más en el olvido quedó el corre-ve-dile de la tradicional vida en los barrios.

Voluntariamente, con pertinaz institucionalismo, se confunde el ser yucateco con vestir guayabera y terno y bailar la jarana. Folclorismo de postal.  La identidad deviene icono multimedia aderezado con típica bombas, entretenimiento de turistas. Por más que la vaquería se lleve con seriedad en las fiestas pueblerinas, ésta nada más representa una fracción de lo que fue hace más de 100 años, porque ahora la tradición manda a ritmo de la Sonora Santanera en esos festejos.

 A pesar de todo, tenemos una forma de hablar sin acento, pero sí aporreada. Los lunes almorzamos frijol con puerco, para que de noche nos demos el quién vive con salbutes y panuchos. Invitamos al huach, que no chilango, a comer chilmole, chocolomo, tamales de espelón, brazo de reina, dulce de nance, agua de pitahaya, y cuando nos toca recordar a los difuntos, le atoramos al mucbilpollo, todos guisos nuestros. Y sin embargo, los condimentos no vienen con la receta que nos hace yucatecos.

Pepe Domínguez, Ermilo “Chispas” Padrón, Ricardo Palmerín, Guty Cárdenas, Pastor Cervera, y hasta Juan Acereto, forman la gerontocracia sin descendencia de la trova yucateca. Se les recuerda con cariño en ciertas serenatas. Lo que es Armando Manzanero, Sergio Esquivel, Luis Demetrio y Coki Navarro, por citar algunos, son vástagos de la balada, más nacional que de peninsulares latitudes, destinada ésta a la cruenta competencia de Miranda, Camila, Allison y demás bandas anodinas que hacen el gusto juvenil.

Claro, como premio de consolación podemos explotar el pasado maya. Aunque hoy por hoy ser maya sea sinónimo de pobreza, abandono del campo, atraso educativo, miseria, exclusión social, carne de sirvienta. Entre los que se dicen mayas, sólo un reducido grupo de ilustrados viven las comodidades mestizas y reciben estímulos nacionales llevando como estandarte la lengua maya, nada más.

Los vestigios de la grandeza maya, que tanto orgullo nos da proferir como nuestros, son mero accidente geográfico en el que aterrizamos. La élite maya está occidentalizada, mientras que los menos afortunados son pretexto que facilita presupuestos engrosados, para el estudio de leyendas, costumbres y, válgame Dios, tradiciones: puro mexican curios artesanal. El maya que pintó Castro Pacheco ahora viste sus vaqueros de mezclilla, usa playeras polo y se desvive por un apoyo gubernamental. Adiós grandeza de los Na-Chi Cocom.

“Los yucatecos somos…”, ponen a flor de labio todos cuando quieren pensarse diferentes, aunque la realidad sea que ignoramos por completo en lo que nos hemos convertido. Somos personajes en busca de una identidad no comercializada, auténtica, de voz generacional, que se arranque desde bajo de la piel lo que nos diferencia como pueblo, como unidad, como invento único de nosotros mismos.

El debate dista mucho de aquél propuesto por escritores indigenistas. Vivimos un estado de sitio propio de la era que nos corresponde, y aún así nos aferramos a historias que nada significan como si el espejismo del pasado fuera fiel reflejo de lo que hoy nos define. Nada menos cierto. Pura nostalgia. Sólo tenemos de cierto la comida y la forma de hablar.

 

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